
Hace un par de días, el sacerdote jesuita Felipe Berríos publicó en «El Mercurio» una columna en la que reflexiona en torno al particular gueto del cual forman parte las universidades ubicadas en la precordillera santiaquina, desatando la furia colectiva de los ligados a ellas. Lo cierto es que Berríos no ha descubierto la pólvora ni mucho menos ha desnudado por primera vez algunos de los flagelos más profundos de nuestra sociedad, sino que simplemente logró encender una discusión de la que no podemos abstraernos. De desigualdad, segmentación, guetos y falta de oportunidades.
Por Francisco Franetovic / Foto portada: Andrew DeVigal
No hace falta más que un personaje del establishment -«creíble» para algunos- como el padre Berríos saque a relucir en su columna de El Mercurio algo que el 90% de Chile ya sabe, para causar resquemor en un sólo lado de la tortilla: los que defienden, sea cual sea el motivo, a las universidades de San Carlos de Apoquindo (o de «cota mil», en palabras del propio Berríos), quienes de inmediato -y equivocadamente- argumentan estar siendo atacados por un «resentido» «cura rojo» (como lo llaman algunos feligreses del blog del ya mentado diario). Si estas personas -los afortunados de la historia- se sienten tocadas u ofendidas ¿qué quedará para las personas que forman parte del otro lado de la tortilla (los excluidos por el sistema de educación superior)?
Lejos de abrazar las ideas y creencias del mentado sacerdote, quisiera plantear algunas reflexiones al respecto:
Primero, los comentarios de las personas «difamadas» por los dichos de Berríos desnudan una comprensión de lectura puritanamente superficial (¡era que no!). De inmediato asocian el relato del religioso con «realidad = protestas, gas lacrimógeno, piedras y capuchas». No hay que tener tres dedos de frente para darse cuenta que el punto fundamental de la columna, esté uno de acuerdo o no, es la profunda diferencia entre vivir el día a día universitario sin salir del gueto de casas de poxipol y recorrer parte de la ciudad para compartir con profesores y compañeros que -aceptando el hecho de que incluso en las universidades públicas la mayor parte del estudiantado proviene de colegios privados o subvencionados- al menos forman un grupo relativamente diverso en pensamiento y en lo socioeconómico. Y no sólo me refiero a universidades estatales, también las hay privadas.
(Dato irrisorio: recuerdo un debate en la Universidad de los Andes relativo a la píldora del día después en el que sólo exponía gente contraria a la misma.)

Segundo, profundizando el punto anterior: en una universidad Opus Dei -por ejemplo- ciertamente el área de investigación no se entrometerá en temas vetados por la congregación (un ejemplo: en otra universidad católica no-opus se cesó a un profesor por tratar el tema del aborto desde un punto de vista alejado al de la Iglesia). Además, el profesorado y las mallas curriculares son tales, que la formación profesional que entrega va de acuerdo a «sus» valores como institución, y por tanto, se deja de lado los del «resto». Es decir, se asume ex ante que los valores con los cuales comulga un porcentaje nimio de la población son los que una universidad debe entregar. Por otro lado, es bien sabido que en ciertas universidades se omiten ciertos autores y temáticas (ojo: no se prohíben y pueden estar incluso presentes en los estantes de las bibliotecas). De hecho, en las congregaciones católicas ultraconservadoras los mismos sacerdotes llaman a sus fieles a no leer ciertos libros por atentar contra sus valores (incluso novelas como «El Codigo Da Vinci»).
¿No sería mejor dar la posibilidad al alumno de decidir bajo su propio criterio qué autor o punto de vista lo representa más (lo cual se logra incluyendo y no omitiendo)? De lo contrario, se asume que el alumnado de las universidades «de las cumbres» vendrá con un chip predeterminado, sin disposición al debate o a encontrarse con nuevas formas de ver las cosas. Van «sólo a estudiar», como todo «estudiante responsable». Nada de meterse en política, ni mezclar sensibilidades con otras que atentan contra la propia religiosidad, ni mucho menos a manifestarse – aunque sea pacíficamente.

Tercero, los defensores de la élites utilizan las «misiones» o idas a sectores céntricos y/o populares para entregar café, conversación y algún bocadillo a los mas necesitados como atenuante de su auto-apartheid. Aceptando el hecho de que con tales actividades logran saciar el hambre y el frío por algunos minutos (o incluso provocar algún goce interno), lo cierto es que no son más que turismo aventura: jamás se empapan de los problemas de las personas que dicen estar ayudando porque sólo los observan a distancia. Están ahí, las carencias son evidentes, saben que existen, pero no les pertenecen. Esas cosas no se ven en su gueto, donde están el 95% del año. No discuten o planean soluciones al problema de fondo, solo hacen caridad. Y lo que es peor: la situación de los que reciben su misericordiosa ayuda no mejora a mediano o largo plazo. Es simplemente una sonrisa de media noche, para luego regresar a casa y continuar sus vidas. Es una experiencia comparable al volver de unas vacaciones, con la diferencia que en este caso no le cuentan a sus padres que conocieron tal y tal pueblo, sino que se enteraron de algo que, pensaban, era solo parte de los noticiarios: la pobreza.
Cuarto, otro argumento utilizado para defender un supuesto pluralismo son las becas que entregan algunas universidades «cota mil». Si bien es cierto que existen, los que acceden a ellas son, como mucho, de clase media (valgan las excepciones), lo cual no es culpa de los ricos, ni de los medios, ni de los pobres, sino que del pésimo sistema educacional chileno, que proyecta la desigualdad desde la cuna hasta la tumba. Así, lo más probable (cosa de ver los últimos resultados de la PSU) es que los dueños de esos puntajes destacados que son becados hayan salido de colegios privados y, tal vez, del mismo gueto donde se encuentran las universidades en cuestión. Los mismos datos de la PSU muestran que los altos puntajes provenientes de colegios municipales prefieren la Universidad de Chile, mientras que los provenientes de colegios privados prefieren la PUC. Ya se imaginarán ustedes (no es muy difícil) cuales son los «planes b» de la una y la otra. Así, podemos tirar por la borda la idea de que un porcentaje -sea cual sea- de becados por generación garantiza diversidad y/o universalidad en su plantel.
Para rematar, el padre Berríos no desnudó nada nuevo. Simplemente -como ya dije- planteó ciertas preguntas en torno a temas como la desigualdad y la segmentación, que la gran masa de Chile (las personas AB y C1 en Chile representan aproximadamente el 7,3% de la población chilena, mientras que las personas C3, D y E representan el 77% de la población) tiene interiorizados hace mucho tiempo. Y el hecho de «sacar a flote» el tema -parece ser que algunos se vieron sorprendidos con él- no significa que Berríos sea un «disociador» social que está contribuyendo a polarizar el país entre «ricos y pobres» ( o «cota mil» versus «cota cero»). Es evidente que Chile es profundamente inequitativo en oportunidades y riqueza (el ingreso per cápita del 20% más rico es 15 veces el correspondiente al 20% más pobre; para los países G7 la cifra es de 7 veces), no hay que ser un genio ni un visionario para darse cuenta. Chile es el «jaguar de Latinoamérica» para algunos y, de hecho, un pequeño porcentaje de la población chilena tiene un nivel de vida superior al promedio europeo. El «pequeño pero» es que la gran mayoría está por debajo de ese promedio e incluso bajo la cota inferior del viejo continente.

Para terminar, quisiera aclarar que estas reflexiones no apuntan a personas individualmente, con nombre y apellido, sino que más bien a un «promedio» (por lo que explícitamente existen casos excepcionales, asumiendo una distribución normal). El problema no son los acomodados por tener lo que tienen, o los desvalidos por carecer de algo otros pocos poseen (lo primero es discutible: los ricos en Chile no son ricos por su esfuerzo únicamente, sino que también gracias a su origen, algo totalmente aleatorio e injusto. De hecho: «El resultado es más impactante si se compara el 5% más rico con el 5% más pobre. Entre 1990 y 2005 la distancia entre unos y otros se alargó de 110 a 220 veces» – link).
Lo realmente nefasto es que vivamos en un país donde la desigualdad corroe. Un país en donde la cuna determina gran parte de nuestro futuro, dejando al «mérito» (fuerza de movilidad social por excelencia en un sistema capitalista) un margen escandalosamente bajo. Un país en donde el llevar tal apellido o haber egresado de un establecimiento en particular son relevantes para el futuro laboral de las personas (ridículamente, muchos privilegiados se sienten ofendidos por pertenecer a la élite, argumentando que TODO es fruto de su esfuerzo y que la pobreza se debe EN PARTE a falta de oportunidades/exclusión y EN PARTE a que muchos «no se esfuerzan»). Un país construido sobre el elitismo, el rentismo y la inmovilidad social, desde siempre. Un país, como bien dice José Cademartori, cuya polarización «tiene poco que ver con trabajo o sacrificios, ni menos con talentos naturales. Tiene que ver con monopolios, instituciones económicas y poder político, coludidos para implantar las leyes que más les convienen». Un país en el que debemos dejar de mirarnos el ombligo bajo la consigna «cada uno por su lado, y sálvese quien pueda».

Publicado por Francisco Franetovic
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