Por Guillermo Scott

El Monumental de River, teniendo menos capacidad que el Estadio Nacional, es mucho más imponente y uno siente una sensación extraña en aquel lugar. Llegué un par de horas antes del show, así tengo el tiempo suficiente para ir viendo cómo esta catedral del fútbol se va llenando rápidamente. El público lo componen familias, jóvenes, niños y abuelos. El Beatle gracias a su eterno catálogo logra juntar a distintas generaciones y el ambiente en el estadio es de fiesta y alegría. Los pendejos que conocieron recién a Macca con el Rockband, gozan de igual manera que sus padres o abuelos.

Llevo un par de meses viviendo en Baires y las costumbres son distintas. Yo lo llamo “las pequeñas diferencias”: La gente entra ordenada y hace fila espontáneamente, sin la apestosa presencia de los pacos, una demostración de cultura cívica pocas veces vista en Chile. Al entrar nadie te revisa nada y la gente puede entrar libremente con sus termos, mates, trago y mochilas con cocaví. Un agrado.

No todos los días se ve a uno de los músicos más fundamentales del siglo XX tocando en vivo en tu ciudad. Por eso mi rabia y mi aguante con todos mis compatriotas que se quedaron con las ganas de tener al del Liverpool tocando en Ñuñoa. Lo peor de todo es que nos perdimos a Paul por culpa de una pichanga ordinaria que terminó en empate. En el año de los mega recitales, cuando vinieron bandas a destajo, el evento más importante y fundamental de todos, nos hizo un amague gracias a los maravillas que regentan el Estadio Nacional. Un aplauso para ellos.

La espera es eterna, un poco tensa y la ansiedad se dispara cuando las pantallas empiezan a mostrar las visuales. De un momento a otro las luces se apagan y aparece él y dice “Hola Buenos Aires “y se despacha una Venus and Mars de la época Wings y se desata la locura en Núñez. Le siguen Rock Show y luego Jet, una de mis favoritas de la vida.

No han pasado ni 15 minutos y ya tiene al público en el bolsillo. El mira contento y se nota que lo está pasando bien. Aunque está viejito y tiene pinta de abuelita pituca, McCartney es un genio que podría dejar la cagada con sólo quedarse ahí parado y no decir nada.
Dice que va tratar de hablar español lo más posible y cumple. Cuenta que aprendió a hablar un poco en el colegio y se manda un par de tallas bastante fomes, pero uno se las perdona igual. Yo el año pasado ví su show en Coachella y al igual que la primera vez, se toma el tiempo de homenajear a sus compipas muertos, George y John y a su eterna enamorada, Linda.

A Lennon le dedicó Give Peace a Chance y a Harrison una increíble y sentida Something, que partió con un solo de ukelele medio hawaiano que luego explotó de una manera realmente épica. Los momentos de fiesta se vivieron con Obla di Obla da, donde las pantallas enfocaron varias veces a los chilenos que se encalillaron y pagaron la millonada de las primeras filas. Se reconocían por sus hermosas banderas tricolores.

Paul goza como cabro chico y se pega esos movimientos medios aweonaos tan clásicos de él y de los ingleses. La gente grita desaforada su nombre, aplaude a rabiar y él se echa sobre el piano con una finetzza que hace recordar al Sinatra de Las Vegas. Toca las teclas y empieza a sonar una versión tremendamente coreada de Hey Jude, en donde Paul se toma el tiempo de alargarla más de la cuenta y hace jugar al respetable con los na na na del coro.

Se viene el primer encore y vuelve para el segundo momento solemne de la noche: Yesterday – el primero fue Blackbird tocada con mandolina- para rematar con Helter Skelter, Back in the USSR y terminar todo con Sgt Peppers Lonely heart Club Band.
Macca se despide de la gente que no lo quiere dejar ir. Está agradecido y emocionado .Después de esta inolvidable experiencia, entiendo a The Ramones y a los Stones cuando decían que el público argentino es el mejor del mundo y estoy seguro que después de esta noche Sir Paul McCartney también dirá lo mismo.