La vida después de Guillermo Hidalgo

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Por Álvaro Peralta Sáinz

Conocí al Guille cuando llegué a The Clinic a hacer mi práctica. En rigor, lo conocí después de una semana de empezar a trabajar ahí, porque él andaba de viaje, en España, viendo a una novia chilena que se había radicado por esos lados. Recuerdo muy bien la primera vez que lo vi. Llegué a la oficina a la hora de almuerzo y no había nadie, salvo un tipo gordo que vestía una camiseta que le quedaba como Coné, con el ombligo afuera, un pantalón de buzo y unas chalas tan viejas y gastadas que de repente sus talones hacían de suela. Claro, ese era Guillermo.

Hidalgo era un tipo afable, excelente conversador, buen contador de chistes y con una gracia única para contar anécdotas, propias y ajenas. Su infancia ñuñoina, los años en Periodismo en la Chile, sus encontrones con el Gato Gamboa en La Época, Nicaragua y su histórica metida de pata con el Pollo Fuentes en el Festival de Viña. De hecho, puedo decir que fui un privilegiado al escuchar de su propia boca todos los entretelones de aquella historia, algo sencillamente para llorar de la risa.

Por todo esto, sólo fue cosa de tiempo para que compartiéramos unas cervezas después del trabajo o incluso durante la jornada laboral, en esa espacioso departamento que hace más de diez años cobijaba al The Clinic en calle Santo Domingo, frente al Parque Forestal. Sin embargo, lo simpático y acogedor no fueron las únicas virtudes del Guille que me hicieron tomarle aprecio rápidamente. Porque en su faceta de jefe, de editor, el tipo también era admirable. Un gallo talentoso y generoso, mezcla pocas veces vista entre colegas.

A la hora de editar mis textos, sobre todo durante mi práctica, sus correcciones tenían mucho de clase, de profesor. Recuerdo que un par de veces lo escuché golpear con sus puños su escritorio y pegarme un grito diciéndome “no entiendo esta huevada”. Ante eso, no me quedaba más que sentarme junto a él y explicarle lo que quería expresar. Y ahí el Guille hacía lo suyo: agarraba el párrafo en cuestión y lo daba vuelta, lo cortaba por aquí y por allá y lo dejaba listo. En realidad era más lo que sacaba que lo que ponía al editar. Y solía decirme al terminar “está bien hueón, para escribir hay que ser más directo, dos cucharadas y a la papa nomás”.

Calculo que trabajamos juntos con Guillermo en The Clinic un par de años. La verdad es que lo pasé bien y aprendí mucho. Y de alguna forma, nos comenzamos a hacer amigos. Por lo mismo, cuando él se fue a otro proyecto editorial, siempre supimos en qué andaba cada cual. Y después de no vernos por algún tiempo, comenzamos a juntarnos con cierta regularidad junto a otra colega de esos años del Clinic y gran amiga: Lorena Penjean. En su casa, en la mía o en algún bar por ahí, los tres podíamos pasarnos horas conversando, tomando algo y riendo. Casi siempre, por culpa de las tallas y las historias del Guille. En particular, recuerdo una velada en mi casa que duró cerca de diez horas y en la que terminamos los tres cantando canciones de Elvis (el favorito de Hidalgo) al amanecer. Y también recuerdo una noche de verano en Bellavista que acabó en nebulosos recuerdos.

La última vez que me topé con el Guille fue por Vicuña Mackenna, cerca de Plaza Italia. Yo iba hacia mi casa y él esperaba a una persona que lo llevaría al cumpleaños de un amigo. Andaba con una chomba sin manchas ni hoyos (seguro la más elegante que tenía) y llevaba un regalo que se notaba era un libro. Se le veía bien, contento. Quedamos de hablar luego, pero tras eso sólo lo hicimos por mail. Una lástima.

Pero bueno, pasó lo que pasó y el Guille no está más. Fue triste y  duro saber que nunca más estaríamos con él. Trabajando o hueviando, da igual, porque siempre fue un placer. Y así, a pesar de la pena que de repente vuelve, a uno le queda ese orgullo de haberlo conocido y haber sido su amigo. Y aunque a veces me da la impresión de verlo a la salida de un cine o comprando cigarros en un kiosco, no se puede hacer nada. Salvo recordarlo con alegría, como a él le gustaría que lo hiciéramos. Con Marlboro Lights, clavos oxidados, Elvis a todo chancho y muchas carcajadas.

Aún así, la única forma de terminar esta columna es diciéndote: Guille, ¡puta que te echo de menos!

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