Is This Hyperreal?

Publicado por disorder.cl

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Por Jorge Baradit / Fotos por Valentina Campos Toro

Hay algo en la mezcla de la adrenalina, la sangre, el metal, las transmisiones sin señal, la estática, el ruido y la depredación que bulle en mi cabeza desde que tengo memoria. Quizá unir tus obsesiones distantes, acercarlas con esfuerzo para convertirlas en un solo homúnculo sea una de las labores que toma toda la vida. A medida que avanzas vas encontrando dos o tres de éstas unidas en algo que llamo estaciones intermedias, como cuando conoces a Slayer y dices «¡Wow!», esa sensación de ir en una motocicleta sin frenos entrando a la atmósfera, despedazándote mientras gritas, como un Komarov en spacesuit con tachas. Después ver Tetsuo, de Shinja Tsukamoto y sentir que el metal penetrando la carne para darle salida a las frecuencias que hacen explotar tu cerebro, puede ser una sensación absolutamente placentera y le haces bookmark. Recordar de pronto que naciste en una dictadura genocida, un hecho que pocos chilenos habrán conocido (espero) en el total de su historia, que te hizo sentir parte de una rebelión y crónicamente alérgico a los poderes e instituciones opresivas de cualquier orden, morboso en los detalles de torturas y asesinatos. Juntar eso con Dead Kennedys en vez de Inti Illimani, agregarle la carne de David Cronenberg y descubrir, cuando llegó la hora, que tener sexo podía ser una experiencia salvaje, criminal y sofisticada y videnciar que, a pesar de todo, dios palpitaba debajo de todos estos órganos como un virus o una frecuencia de radio de baja resonancia y que el orgasmo podía ser un grito de la guitarra de Kerry King transmitida por toda la fibra óptica de tu cuerpo, como una ola de cuchillos dirigidos al cielo. Luego es 1990 y Pretty Hate Machine, quizá Nine Inch Nails fue la primera estación intermedia de orden superior.

El año 1998 saltó desde el soundtrack de Spawn, lo único bueno de ese engendro junto con esa maravilla de Ashley Wood, Hellspawn, el track «No remorse (I wanna die)«, dúo de Slayer con un grupo de nombre imbécil: Atari Teenage Riot. De leerlo sonaba a rebelión nerd / japan shit nerd boy band. A través del beloved y prehistórico Napster conseguí ‘Raverbashing’ y sentí que una hormiga me mordía un nervio en algún punto del cerebro y se sintió rico. El 99 encargué ‘Burn, Berlin, Burn’ y mi edificio me odió durante esos largos días de fin de milenio, cuando me taladraba los oídos con otra estación intermedia que además le agregaba un factor relevante de mi imago mundi: el activismo político, la rebelión del ciudadano del futuro, el cyberpunk hecho carne y mensaje efectivo, más allá de simple estética ñoña. Una de las tribus del ‘Sprawl’ de William Gibson parecía haberse encarnado en estos alemanes divididos por la historia. Alec Empire y Hanin Elias crecieron en el punto más caliente del planeta de la posguerra, el lugar donde el suelo estaba erizado de misiles con la certeza de que muchos de ellos apuntaban a tu casa mientras estabas en el colegio, que cruces y líneas de trayectoria pasaban por tu cabeza en los computadores de lado y lado. Niños viviendo, creciendo y enamorándose en una trinchera. Tuve la oportunidad de conocer Berlín el 2008 y puedo dar cuenta de la electricidad en el ambiente, a más de 15 años de la unificación. Alemania produjo mutantes en esta no-guerra atómica y Atari Teenage Riot es claramente un monstruo aullante, electrónico. Un golem, la verdadera música para Tetsuo mientras intenta violar a un T-800 en una secuencia filmada por Mark Romanek.

El año 1978 habían dos mundos en Londres, estaban los que iban a perder la cabeza con Sex Pistols y la explosión punk, y los sensibles un tanto ñoños que sufrieron una conmoción cerebral escuchando a Kraftwerk con su música para robots, estos últimos terminaron perpetrando el pop ochentero. Dos mundos tan antagónicos que no es difícil entender que se hayan demorado 20 años en fusionarse en ese magma que es el Digital Hardcore, música para replicantes rebeldes, desarrollado por Alec Empire, su sumo sacerdote.

Un amigo dice que a mi no me gusta realmente la música sino su efecto y el mensaje detrás, que por eso disfruto a Dead Kennedys o a Slayer; epater le bourgeois, la proclama o la catarsis ritual con fines oscuros. En el fondo, la orgía. Y bueh, Atari Teenage Riot es el desgarro de algo. Después de 14 años de espera finalmente crucé la Alameda dando las gracias porque el recital no fue en el Amanda, o habría sido otro de esas tocatas tributo ejecutadas por ancianos que alguna vez fueron hippies, que alguna vez fueron rockeros, que alguna vez fueron punkies a las que nos estamos acostumbrando en estos años en que los músicos, miren que raro, están teniendo que desempolvar sus instrumentos y tocar música para hacerse las lucas.

La entrada a la Blondie es sucia, el barrio es cochino y oscuro, al lado una reja separa un centro comercial que vende cajas con CD y calcetines Moletto, pasa un tipo con una bicicleta con motor y casco de obrero, dos matones de disco se pasean con su pinta de luchadores de la WWF, pocos huevones disfrazados, mucho huevón indistinguible, eso se agradece. Parece un callejón hediondo a meado con luces de neón, como deben haber sido los locales donde partieron tocando estos berlineses adoptivos, porque la Blondie es un hoyo decadente en un callejón hediondo a meado, y está Ok. Bajo y me encuentro con mi amigo Sami, puede ser mi hijo y está acá, el último año me lo he encontrado grafitteando a la PDK, planeando alguna actividad marginal o arrancando mojado de los pacos en alguna manifestación. Me hace sentido, Ok otra vez. Las escalas de la Blondie me hace ver fantasmas de vampiros decadentes usando mucho maquillaje blanco para tapar su vergonzosa morenitud chilenoide, abrigos de la mamá y jugando a que leen a Crowley, a que hacen magia del caos, a que son oscuros y que tienen secretos inconfesables. Esculturas supuestamente macabras de plumavit, candelabros medievales hechos con restos de rejas en avenida Matta. Una construcción arquitectonica preciosa debajo de tanta tramoya rasca; nuevamente los nietos de los obreros que construyeron esta maravilla, invadiendo los espacios de la aristocracia que huye y huye, quizá algún día hasta Argentina.

Somos pocos y no llegaron más. No se calcular, pero 300 personas es un número probable. Está bien. Atari Teenage Riot es un secreto y siempre es bueno, keep secret the secret. ¿El escenario? Una bandera arrugada con el logo ATR, nada más.

Sale el trío y la pregunta es, ¿Estarán a la altura de lo que me he fabricado en la cabeza todos estos años?, La respuesta fue si, pero el público no tanto. Con Sami nos metimos al mosh como dementes. No vamos a decir que se escuchaba la raja, pero acá eso no importaba tanto. Nic Endo, Alec Empire y CX Kidtronik se turnaban en las consolas, rotaban cantando, aullando y proclamando en un despliegue de energía envidiable que no se condecía con un público un poquito frío. Salvo los 100 disfuncionales que saltaban frente al escenario, el resto escuchaba y movía la patita; bien para un recital de Depeche Mode, pero ¡Hey! ¡Es Atari Teenage Riot, ahuevonado! El trío cantaba como si hubieran mil personas enloquecidas, Alec declamaba como si estuviera al frente de una manifestación multitudinaria. Algo de espejismo hubo, algo ahí no calzó y me hizo ruido. La performance estaba como para que saliéramos todos con antorchas a quemar La Moneda, pero se sintió que el evangelio solo lo respiraron esos 100 primeros dementes y el resto solo asistió a un recital de música.

Si nos concentramos en esa relación establecida, el concierto fue redondo, partió arriba y se mantuvo arriba, yo diría que nosotros nos cansamos antes que ellos, megáfonos inagotables del activismo ciudadano techno thrash findelmundista, a toda raja. CX te horadaba los tímpanos, Alec te daba cachetadas y Nic puños en el pecho. Las proclamas eran poderosas, actuales, contingentes. La rabia real, la urgencia evidente. Con «Burn, Berlin Burn» tengo la impresión de haber pisado un brazo en el mosh, con «Is This Hyperreal?» me sentí en el útero de Motoko Kusanagi, «Rearrange your synapsis» me pareció un himno para un asperger pscyhokiller. El muro de ruido, acoples y texturas que nos cayó encima me tenía caliente, tengo que decirlo, como si me hubieran sacado el cerebro para arrastrarlo por el cemento. El recital fue 100% vida y 0% glamour. Áspero como Berlín, lleno de cicatrices, agujeros de bomba y bunkers tapados con parques para niños. La música de un cementerio sobre el que se reconstruyó una ciudad rara. Salí de ahí feliz, mojado, hiperventilado, con un check en mi lista de la vida marcado con rabia, con ganas de subirme al techo de mi edificio a leer párrafos de Bakunin con un megáfono. ATR cumplió, Chile no tanto. Alec le dejó su mensaje de rigor al movimiento social y subió por sudamérica hasta Colombia, como un Che Guevara cyberpunk. No van a desatar la revolución, pero van a ser un soundtrack de la puta madre cuando ocurra. Hubo un momento precioso en que Alec, abrigado por un mantra electrónico lento, pregunta: «Is there anybody out there?». No pude no acordarme de Roger Waters y su megaevento de marzo. Sorry Roger, pero hubo más verdad en un alarido de Kidtronix frente a esas 100 personas que en toda tu megaparafernalia discursiva decadente y anciana.

No le deseó long live a ATR, deseo que mueran jóvenes para que sigan bellos, como cualquier antorcha ardiente verdadera de nuestros panteones de la poesía rockera.

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