Por Bruno Córdova.
Los hechos de la noche del domingo solo confirman la lenta muerte de la versión chilena de la forma como se ha ejercido el poder el último tiempo en los países de Latinoamérica: la democracia delegativa.
A diferencia del concepto acuñado por el argentino Guillermo O’Donnell, nuestra última democracia no ha ocurrido todo el tiempo bajo el dirigismo de caudillos que llegaron al poder, pues el poder en Chile se ha articulado históricamente en torno a bloques políticos con mayor grado de formalidad (véanse los estudios de Larissa Lomnitz al respecto). Sin embargo, pese a la diferencia, el resultado es el mismo: paradojalmente, se trata de una lógica más parlamentaria, en un país donde el presidencialismo es abrumador.
La democracia delegativa chilena ocurre bajo el dirigismo de grupos de poder, los cuales están organizados institucional (partidos) o fácticamente (redes informales entre diferentes élites de diferentes ideologías). Estos grupos revalidaban sus chances a través del voto. Si hacían bien la pega, las autoridades podían lograr nuevos periodos en sus cargos electorales correspondientes. Así de lavinista como suena: el resultado se convertía en la cualidad excluyente. Y la gente votaba por la autoridad que le pareciera y se desentendía de su vínculo con su condición de ciudadano hasta la siguiente elección.
Sin embargo, entre elección y elección, las autoridades cometían actos de corrupción. Pero como los resultados eran la prioridad (la lógica lavinista), se podía hacer vista gorda de aquello. La prensa hacía vista gorda, la justicia hacía vista gorda y los ciudadanos hacían vista gorda. Todos miraban para otro lado.
Hasta que ocurrieron dos cosas: la judicialización de la política y el voto voluntario. La política como acto-hecho-por-otros dejó de dar resultados. Primero, se destaparon chanchullos varios, entre sobornos, financiamiento ilegal de la política, concesiones truchas, apropiación indebida de fondos públicos, entre otras gracias. Estos incidentes fueron agarrados por la prensa, primero, y por el Poder Judicial, después.
Segundo, como consecuencia de lo primero, el líder ha dejado de ser percibido como la autoridad moral en la cual se deposita la confianza ciega durante su mandato, entre elecciones. El ciudadano promedio se siente traicionado por la forma como el líder de turno trabajó por la comunidad y, por ello, las personas en general han decidido optar por no ser «cómplices» de un «sistema» y han preferido desertar de éste.
Tanto por lo primero como por lo segundo, el ciudadano promedio siguió naturalizando el poder desde una lógica delegativa, partiendo de la premisa errónea de que se entrega un mandato ciego a través de un voto.
¿Por qué es una premisa errónea? Porque el problema de la política no está en las autoridades ni en los candidatos. ¿Cómo así? Pues bien, la corrupción siempre existirá. Siempre puede que exista la posibilidad de poner en un cargo público a una persona que ejercerá el poder de forma discrecional o que ejercerá el poder para su beneficio propio. No es algo que podamos controlar a través de «detenciones por sospecha» o normativas draconianas.
Pero no por ello, podemos tener la concepción cuasirreligiosa de que el abstencionismo generalizado nos hará más puros por rechazar la posibilidad de avalar un pecado ajeno de una autoridad, colectivizado a través del acto del sufragio.
Entonces, el problema está en cómo las personas deben reconvertir la visión que tienen de sí mismas como ciudadanas. ¿Cómo así? Primero, dejar de ver al líder político, a la institucionalidad política, como entes que deben obrar en favor nuestro. Es necesario desinstalar esa convicción masivamente arraigada, herencia de siglos de mentalidad hacendal. El vínculo del ciudadano con menor capital cultural o económico con su condición de ciudadano no puede estar mediado por la posibilidad de convertirse en material de clientela política, como tampoco puede estar mediado por la «bondad» del líder político, que hará políticas en favor suyo.
El ciudadano promedio debe empezar a verse como sujeto incidente, como sujeto relevante en las decisiones políticas. Para ello, el ciudadano promedio debe aprender a sentirse parte de la comunidad. No obstante, esto no puede ocurrir desde su propia afirmación. Dicho de otro modo, el ciudadano promedio no puede levantarse un día de su cama y cambiar todas sus creencias arraigadas sobre cómo se percibe a sí mismo como ciudadano en un espacio público. Necesita reconfigurar sus ideas y reconfigurar sus expectativas. Y eso no es una cuestión que le deba nacer al ciudadano promedio, sino algo que debe ser paulatinamente garantizado tanto por las autoridades como por los ciudadanos con mayor capital cultural y económico.
¿Por qué es necesario hacer esa garantía? Por una cuestión de acceso. Es necesario facilitarles el poder a las personas con menor capital cultural y económico. Por ejemplo, la gente con mayor capital cultural tenderá a operar desde sus propias capacidades intelectuales para poder dominar la política, para gestionarla. Y esa política elitista dejará de lado a personas con menores recursos culturales y económicos, pues no sabrán de qué hablar ni cómo hablar ni cómo argumentar. Y el ciudadano promedio tenderá a marginarse de una política en la cual es invitado a incidir, pero que no es capaz de entender.
Derivado de lo anterior, el rol del tecnócrata como sustituto de la soberanía popular debe ser revertido. El tecnócrata no puede ser el «solucionador» de las políticas públicas, sino el oferente de un insumo de solución que queda a merced de los comentarios de la comunidad (puede ser una idea perfecta en el papel, pero impracticable para las costumbres de la comunidad) y también de la soberanía popular (puede ser una idea impopular para la comunidad o quizá solo una idea con la cual la comunidad no se siente vinculada).
El tecnócrata debe empezar a bajarse del poni y ubicarse en el espacio público como empleado del soberano, como una persona «sabia» que se nutre de su comunidad y se retroalimenta de ella. El tecnócrata puede imponer sus argumentos solo si logra probar la verdad efectiva de éstos, pero mientras no logre probarlo, queda condicionado a las subjetividades del colectivo y de la soberanía popular.
El ciudadano promedio debe aprender que su poder no ocurre delegándolo en otra autoridad, sino generándolo desde sí mismo. Pero hay que facilitar el acceso del ciudadano promedio a debatir en su propia comunidad. Hay que llevarlo a la comunidad. De otra forma, seguirá eligiendo autoridades con tendencia a la verticalidad (es decir, autoridades en el marco de la democracia delegativa) una y otra vez hasta elegir a una ilusión de autoridad perfecta, como ha ocurrido en Puente Alto con el 81% logrado por el militante de Renovación Nacional Germán Codina, primera mayoría nacional.
Así, el ciudadano promedio seguirá jurando que puede mandatar ciegamente a una autoridad, desentendiéndose de un espacio cívico que prefiere ignorar. Así, el ciudadano promedio seguirá ignorando el poder de su influencia y empezará a larvar un desapego continuo cada vez que alguna autoridad traicione los principios de ética y probidad esperables.
Publicado por disorder.cl
Archivo: 1853 artículos