
Por Lorena
Ilustraciones por Daniela Henriquez Fernandez
Miro la tele sin saber realmente qué estoy viendo, donde alguien parece empeñado en venderme algún equipo de acondicionamiento físico eléctrico que yo no usaría nunca. Sonrío y pienso en Felipe: seguro él lo compraría y se le ocurriría una y mil maneras de usarlo con fines eróticos, torturándose a él mismo y a mí. Me mojo de sólo imaginarlo con su cara libidinosa y malvada, con ganas de dominar y ser dominado. Hace días que no lo veo, lo extraño. Quiero que me someta a sus más bajos deseos y fantasías, ser suya sin tener voz ni voto en lo que hará, entregarme entera y gritar de placer y dolor. Quiero sentirlo dentro mío con toda su fuerza, vuelto un monstruo libidinoso e irracional.
No recuerdo la primera vez que tuvimos sexo anal. Sólo sé que fue bastante tiempo después de habernos conocido, y yo no tenía muchas ganas; más bien temía por mi integridad física. Digamos que este monstruo libidinoso está demasiado bien dotado y, hasta ese momento, no sabía que yo podía disfrutar tanto del dolor y la sumisión. Supongo que empezó con los dedos. Primero uno, luego otro y otro más. Y que me lamió el culo como sólo él sabe hacerlo, y me hizo gemir de placer y volverme loca de calentura. Luego debe haber embestido, y yo gritado. Lo más probable es que hasta ahí no mas hayamos llegado y yo me haya jurado a mi misma que nunca más, que sólo dedos y lamidas. Pero no fue así. En un corto tiempo empezamos a practicarlo regularmente, y yo a pedirlo. Y descubrí algo que antes pensaba imposible: Tener orgasmos anales. Me volví adicta. Ya no me interesaba mucho el sexo vaginal, quería que me diera por el culo todo el tiempo, sentirlo completamente fuera de sí, tomándome como un objeto, como una muñeca que zamarreaba, ahorcaba, golpeaba y embestía sin pudores ni censuras.

Ya habíamos incursionado en prácticas sadomasoquistas, y este descubrimiento no hizo más que alentarnos a seguir teniendo sexo desenfrenado. Aparecieron látigos, mordazas, equipos de acondicionamiento físico eléctrico como el que acababa de ver en televisión y la dominación se hizo cada vez más severa y placentera. Ya no bastaba con quemarnos con esperma de vela, amarrarnos o darnos nalgadas. Ahora tenía que ser más brutal. Lograr despersonalizar al otro y tratarlo mal, torturarlo de verdad, hacer lo que se nos ocurriera, dar rienda suelta a nuestros instintos y fantasías más bajas.
Un día fuimos a la bodega de mi departamento. Es un lugar oscuro, húmedo y frío. Hay un par de cachureos, entre ellos un colchón viejo y una silla. Con eso bastaba.
Entramos y él me puso contra la pared de inmediato. Me sacó la ropa con una urgencia que nunca antes había mostrado, lamió todo mi cuerpo y se concentró entre mis piernas, por delante y por detrás. Yo estaba tan mojada que chorreaba y él me castigaba por sucia. Luego se dio a la tarea de dilatarme el culo para después metérmelo sin piedad. Así fue como recibí su primera arremetida. Sin previo aviso, con la boca tapada para que no pudiera gritar, y con su brazo alrededor de mi cuello, dejándome respirar apenas. Lo metió entero de una sola vez. Sentí que me desmayaba de dolor y de placer al mismo tiempo, que me hacía pedazos por dentro, que me quemaba en esa agonía. Pero quería más, mucho más. Le rogué que no se detuviera, pero me obligó a acostarme de espalda en el colchón que estaba en el suelo. Me ató los tobillos a las muñecas y siguió lamiéndome y jugando con sus dedos. Jugó al mismo tiempo con mi clítoris, esperando mis orgasmos, que venían uno tras otro, por todos lados, indefinibles. Escupió en mi boca y yo tragué su saliva como trago todo lo que salga de él. Yo sólo quería que me penetrara de nuevo, pero él mandaba en este juego, así que no pude decirle nada. Cuando se aburrió de eso, me desató y me dejó cabalgarlo largamente, hasta ver en mi cara varios orgasmos más. Lo único que logramos con eso fue seguir calentándonos y querer más y más, sin importar que los vecinos oyeran los gritos o que alguien llegara a ver qué pasaba en esa bodega.

Luego descansamos un poco, acostados en el colchón. Llevábamos más de una hora de una intensa sesión de sexo. Aproveché de besarlo, lamerlo, tragarme su sudor y probar mis sabores desde su pene. Se lo chupé largo rato, bebiendo todo lo que salía de él, dándole a probar sus propios jugos y después nos besamos mezclando lo que emanó de cada uno, ávidos el uno del otro, desesperados. Estábamos en eso cuando me ordenó sentarme en su cara. Mientras pasaba su lengua por todos mis rincones y metía sus dedos en mi culo, yo gritaba. Cuando se dio cuenta que mi placer era máximo, dejó de lamerme y me mandó a sentarme en la silla. Era una silla alta, seguramente de un bar, con el respaldo bajo. Me senté con las piernas abiertas hacia el respaldo y dejando el culo afuera y en alto para recibirlo. Puse los brazos en el respaldo y sentí sus manos en mis hombros, afirmándome para lo que venía, y nuevamente, sin previo aviso, me lo metió hasta el fondo. Esta vez no grité, solo gemí profundamente con un placer indescriptible. Siguió penetrándome a un ritmo cadencioso, sin apuros, y yo seguí gimiendo y teniendo orgasmos de esos que creí no existían. Me giré varias veces para que me besara, para que me mordiera la lengua, para que callara mis gemidos, mirándolo con cara de desesperación y plenitud. En algún momento empezó a moverse más rápido, a usar más fuerza, y yo me di cuenta que ya faltaba poco. Comenzó a gruñir, a gritar, a asfixiarme, a usarme como un juguete nuevamente, hasta que escuché su gruñido más fuerte y más largo, y sentí cómo le tiritaban las piernas y cómo me llenaba de su semen, espeso y abundante. Después recogió en su boca lo que chorreaba desde dentro de mí, y me lo dio para que yo lo tragara y lo esparciera por mi pecho y mi cara. Para terminar, hizo que me arrodillara frente a él y me bañó con su orina, marcando territorio como a él le gusta. Y yo bebí ansiosa todo lo que cayó en mi boca, y me froté el cuerpo con esa lluvia y me lamí los pezones, completamente embadurnados de sus jugos.
Ya estábamos completamente satisfechos y exhaustos. Nos vestimos y salimos de esa bodega, cada uno pensando en que había que repetir la experiencia, pero esa próxima vez sería más extrema, más dolorosa, más placentera.
Publicado por disorder.cl
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