Cuando Darwin recorrió La Patagonia durante la segunda mitad del Siglo XIX, este se encontró con diversas tribus aborígenes que habían habitado el extremo austral de Sudamérica desde hace cientos de años. Como todos los europeos que visitaban la zona, Darwin fue incapaz de distinguir las diferencias entre las distintas tribus indígenas y los llamó a todos patagones, nombre que le había dado 300 años antes Antonio Pigafetta, miembro de la expedición de Hernando de Magallanes’ que recaló en la costa Atlántica de la Patagonia y quien es responsable de la primera descripción de los aborígenes fueguinos:
«Era tan alto él, que no le pasábamos de la cintura, y bien conforme; tenía las facciones grandes, pintadas de rojo, y alrededor de los ojos, de amarillo, con un corazón trazado en el centro de cada mejilla. Los pocos cabellos que tenía aparecían tintos en blanco, vestía piel de animal, cosida sutilmente en las juntas»
A la descripción de Pigafetta se sumaron las de el capitán francés Jean Alfonse, quien dijo en en 1559 que los patagones eran dos veces más altos que el más grande de los europeos; la del’ marinero inglés John Jane, quien en 1572 aseguró haber presenciado como los patagones lanzaban grandes bloques de piedra hacia los barcos; la del franciscano francés André Thevet que aseguró en 1575 que los aborígenes fueguinos miden casi tres metros y medio y la del cronista español Bartolomé Leonardo de Argensola, quien vinculó a los patagones con los cíclopes.
Descripciones aparte, Darwin quería averiguar si es que era verdad todo aquello que se decía sobre los patagones, que si eran seres gigantes y monstruosos, que si corrían tan rápido como el viento o que si eran capaces de lanzar una lanza tan lejos como llegaba la vista. Evidentemente la realidad era totalmente distinta y los aborígines que habitaban la Terra Australis estaban muy lejos de ser los seres mágicos que habían descrito los cronistas europeos.
Cuenta la historia que, cuando tuvo el primer contacto con los indígenas, Darwin le habría comentado a sus compañeros de viaje «miren amigos míos, he aquí nuestros antepasados». Claramente el tipo era un hombre de su tiempo y no se le puede juzgar por no haber sido capaz de comprender que hay distintos tiempos históricos pues esa es una idea contemporánea. Simplemente el tipo creyó que estaba muy cerca de probar empíricamente su teoría de la evolución y que esos aborígenes que corrían semidesnudos por las llanuras patagónicas y que mariscaban en las gélidas aguas del sur eran la viva imagen de los hombres primitivos.
El eurocentrismo imperante durante el Siglo XIX facilitó la expansión de las ideas propuestas por Darwin, ya que a nadie le quedó duda de que en el último rincón del mundo, en un territorio alejado del continente que encarnaba el progreso y la civilización, fuese posible encontrar grupos humanos poco evolucionados y que aun se encontrasen en la edad de piedra. Es más, las ideas de Darwin despertaron la fascinación y la imaginación de muchos intelectuales europeos que no dudaron en ningún momento en que, en el sur del continente americano, habitaban los hombres de las cavernas. Por lo mismo, Europa se convirtió en caldo de cultivo para el florecimiento de un sin número de teorías seudocientíficas que proponían la superioridad racial y cultural de los europeos en desmedro de los habitantes del resto del mundo.
Lo anterior sirvió para que mercaderes y exploradores europeos llevaran a cabo una de las prácticas más macabras que ha visto el mundo moderno: los zoológicos humanos. Para nuestros ojos modernos, un zoológico humano es una idea inconcebible – a mi no me gustan los zoológicos de ningún tipo – pero en ese tiempo se justificaba mediante el argumento de que era necesario exhibir a los aborígenes frente a los europeos para que estos pudiesen contemplar a los seres humanos en su estado más primitivo. De esta forma, miles de indígenas fueron secuestrados desde sus tierras en los más recónditos lugares del planeta y llevados hasta las principales ciudades de Europa para ser exhibidos como animales, entre los que se encontraban kooris de australianos, inuits del ártico y charrúas uruguayos.
La primera exhibición se desarrolló en Berlín en 1874 bajo el nombre de Exposición Etográfica, la cual tuvo tanto éxito que en pocos años fue imitada en París, Londres y Bruselas. La cruel iniciativa contaba con el beneplácito de la comunidad científica europea y de las autoridades, quienes no dudaron en ningún momento en que dichas «exposiciones» eran benecificiosas para el progreso de sus países, ya que sus habitantes poco menos que debían dar gracias por vivir tan lejos, física y mentalmente, de la barbarie que representaban estos seres primitivos.
Pese a que los indígenas exhibidos pertenecían a un sin fin de tribus de todas partes del mundo, ninguno llamó más la atención que aquellos a los que denominaban patagones, los cuales habían sido secuestrados desde el último confín de La Patagonia, pues parecía que los europeas sentían cierta fascinación ver que aquellos hombres, que una vez fueron descritos como seres fantásticos por Pigafetta, no eran más que simples hombres que andaban semidesnudos y no poseían ninguna de las habilidades super humanas que les fueron atribuidas por más de tres siglos.
Aquellos que sobrevivían el duro viaje desde La Patagonia hasta Europa central, que duraba varias semanas, eran rebautizados con nombres europeos para su mejor identificación y eran encerrados en jaulas acondicionadas para «simular» el hábitat de los fueguinos, el que se asemejaba más a la selva africana que a la fría estepa patagónica. Una vez allí eran alimentados con carne cruda, principalmente de equino, pues los captores creían que los indígenas eran caníbales y creían que entregándoles carne cruda evitarían que se comiesen entre ellos. Al poco tiempo comenzaron a sufrir los efectos del hambre pues no comían carne cruda y no tenían permitido hacer fuego dentro de sus jaulas.
Como si esto fuera poco, las mujeres eran sometidas a humillantes exámenes para poder determinar si es que
se reproducían de la misma manera que los seres «civilizados». A lo anterior hay que sumar el hecho de que que la gran mayoría fueron violadas en los barcos o en los zoológico, sin importarle a los violadores si se trataba de niñas, jóvenes adultas.
Debilitados por la desnutrición, fueron presa fácil de las enfermedades ocasionadas por el contacto con los europeos, para las que no habían generado anticuerpos, por la carne cruda en descomposición y por la falta de higiene de sus jaulas. Se estima que cerca de 100 aborígenes fueguinos fueron llevados a europa – número estimativo ya que no hay registros exactos -, entre los que se encontraban selknams, kaweshkars, aonikenks y un menor número de mapuche, sólo un joven fue capaz de sobrevivir al encierro, para luego ser devuelto a Punta Arenas. A este joven se le denominó Calafate y se dice que pudo retomar su vida hasta morir de viejo. Los restos de los fallecidos fueron entregados a las principales universidades europeas. Algunos que estaban en poder de la Universidad de Zurich fueron devueltos a la tierra de la cual habían sido arrancados.
La práctica de los zoológicos humanos se mantuvo hasta después de la Segunda Guerra Mundial ya que, después de la Declaración Universal de los Derecho Humanos, se hacía intolerable este tipo de exhibiciones. Sin embargo, dejaron un recuerdo del que pocas veces se tiene memoria pero que caló muy profundo en cientos de seres humanos que, por el único hecho de haber nacido en el fin del mundo, fueron tratados como animales por quienes creyeron ser superiores.
Publicado por Francisco Campos
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