Dejando la vida en Deftones. Exageradamente completo informe

Publicado por Ignacio Molina

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Tres cronistas fanáticos partieron a diseccionar la accidentada y cuarta visita de Deftones al país. Como creyéndole a las profecías apocalipticas del nuevo disco del grupo, abordaron el show desde todos los ángulos posibles, desde la odisea de llegar a la Broadway hasta colarse al foso de fotógrafos, tocar a Chino Moreno, alucinar, y ser expulsado a patadas.

Por Luc Gajardo / Fotos por Bustamante & Molina.

Como si no fuera suficiente la conmoción cerebral y el peligro de embolia que provoca en nosotros que venga Deftones, otra vez, lo sucedido el martes con la cancelación-y-posterior-resurrección-del-show-para-el-miércoles fue como poner al fuego una olla de presión pero llena de dinamita con anthrax. O como meter un gato al microondas. O el pico al enchufe. La hueá iba a explotar sí o sí.

Y por poco se va todo a la misma mierda.

Porque bueno, se sabe que los fans de Deftones en particular son al extremo de la enfermedad, fieles, si no pregúntenle a mi compadre Claudio de Deftones.cl que dejó literalmente tirado un viaje a Argentina por este show. Esta vez esa fidelidad se iba a poner a prueba porque ir a verlos iba resultar por decir lo menos una aventura.

Objetivo: Llegar a la disco Espacio Broadway que queda en el kilometro a la rechucha de la ruta 68. Para eso, y  pensando si no tienes auto, que es la gran y hedionda mayoria, tenías que:

Level 1: Llegar a Pajaritos a las 19 horas, cosa que con unas chelas encima, más el carrete de haber quedado plantados el día anterior, se traducía en ir sudando hasta el poto en el metro. Una mujer incluso se quejó del olor de mi compañero, yo estaba piola, creo.

Level 2: Hacer una fila cabronaza para esperar subir como ganado a las micros interprovinciales jubiladas dispuestas por la producción. Esta etapa tenía un mono final brígido. Quienes toman regularmente locomoción en Pajaritos, y los que estaban en la fila (si alguien tiene foto, mande porfa) conocen a un chico de mierda más loco que una cabra. Un pequeño, de porte, ruliento indigente que anda odiando todo el santo día como si anduviera en sales de baño con speed. Tirando piedras a los taxis, puteando a los pasajeros ¿Se hacen la idea? Jugo total y en fea. Con la fila estaba en su salsa porque creo que no hubo nadie que no se fuera de puteada. Andaba con dos palos enormes listos para aforrar.

Level 3: Llegar a Espacio Broadway y cachar una fila muchísimo más larga que la anterior. Hacer fila un par de horas y chelas más. Al solcito primero y después la amenaza de la noche y la desesperación que empezaba a aflorar y esa tensa calma que sólo necesita que un pequeño grupo parta dejando la puta para que todo se vuelva un caos. Y hubo amagos. Pero no pasó de las pifias y de un generalizado ‘si no abren esta hueá pronto quemamos todo’. Sobre todo cuando mientras llevábamos cualquier rato en la fila vimos pasar un camión gigante con equipos llegando recién.

Level 4: En este punto si la hiciste bien, y la gran mayoría la hizo bien, te habías hecho ya de nuevos amigos, y la entretención y alivio consistía en ver que seguían llegando y llegando buses y que al menos no eras el último de la fila + trivia de Deftones + humor aggro. Hasta que tipo 9 y pico se empezó a enderezar la enorme serpiente negra para penetrar las dos entradas de Espacio Broadway.

Level 5 y final: Entrar y tomar posición lo más adelante posible. Ajustar cordones al máximo. Empezar a cachar quienes están a tu alrededor. Esperar un poco menos de una hora fumando y gritándole a lo que se moviera en el escenario. Fumando ansioso como quinceañera que recién se entera que está embarazada. Hasta que parte y eres durante hora y media una ameba gritona en llamas y transpirada saltando, empujando y recibiendo empujones, sacándote la mierda, sufriendo en extasis, viviendo un setlist perfecto de una banda (para nosotros) perfecta, en un escenario y contexto improbable presentando su nuevo disco apocalíptico y todo lo demás.

Créditos finales: Vuelta con el perraje parado en un bus hasta Las Rejas. Hecho pedazos, mareado, en shock, destruido pero imposiblemente más feliz.

De vuelta al colegio

Por I. Molina

Soy fanático de Deftones desde que le copio el peinado a Chino luego de ver Be Quiet And Drive en la MTV de Alfredo Lewin, Arturo Hernández y Ruth Infarinato. Te hablo por allá por el 98, cuando era un adolescente lleno de sueños y frustraciones. Y quizá todavía lo sigo siendo así que uno de los editores de este blog hizo las gestiones para que fuera acreditado a cubrir el concierto. Entonces con Daniel, un amigo que viajó desde Talca —arriesgando perder un trabajo y un pololeo—, partimos raudos desde Metro Pajaritos en dirección a Espacio Broadway, la discoteque donde tocaba Deftones. Una que, a primera vista, desde afuera, parecía el escenario perfecto como para que una pareja de narcos celebre su matrimonio.
Un vez que llegamos al colosal tugurio tuvimos que mamarnos la fila más extensa y horripilante de la historia de las filas, tan larga como el mundo 8 de Mario, tan aburrida como un concierto de Manuel García teloneado por Camila Moreno, y a la vez tan noble, honesta, honrada, querible, cercana, afectuosa, agresiva, frustrada, fallida, dañada, maloliente, esperanzada, agresiva, como la fila de Deftones 2001 afuera del Estadio Víctor Jara. Porque, claro, las filas de Deftones son las mejores filas que puedes hacer, toda una experiencia, una cosa de hermanos, de amigos, que te durarán, al menos, hasta que el final de las fila los separe.

En una pausa mágica y homoerótica miré a Chino directo a los ojos, grité su nombre y le enseñé la palma de mi mano para que la chocara.

Pero toda espera tiene su premio: cómo iba disfrazado de camarógrafo, quedé pegado al escenario. De hecho el micrófono de Chino descansaba a centímetros de mis manos y entonces quería tocarlo, sentirlo junto a mí y registrar ese momento Instagram. Pero hacerlo era un poco homosexual quizás: un aparato falocéntrico que descansaba apuntando al escenario y que luego sería palpado por los labios de Chino.

Lo pensaba y lo pensaba y lo pensaba y lo seguía pensando y ahí estaba el micrófono, mirándome, y yo queriendo tomarlo y sacarme una foto con él. Así las cosas, le propuse a Bustamante, el prensa porteño que me acompañaba y con quién me encontré afuera del recinto, que me inmortalizara junto al aparato. Pero Bustamante se deshizo en miedos e inseguridades y me convenció de abortar la misión mientras no paraba de tuitear o sacar fotos horribles que a nadie le iban a interesar, salvo al fundador de este blog que ahora me tiene trabajando en una pieza sin luz y sin comida y sin sueldo escribiendo estas líneas para justificar mi acreditación, la que se vio truncada en un momento mágico, un momento improbable, un momento que llevaré en mi estúpido corazón para toda la vida y que te contaré ahora mismo antes que se me acabe la hora que tengo para redactar esta columna.

Pasó que cuando Deftones apareció en el escenario—tipo 22:30 tras más de 24 horas de espera—quedé a centímetros de Chino, el héroe, el ídolo, la figura de apego, el modelo a seguir de mi truncada adolescencia. Entonces mi disfraz de camarógrafo se rompió en mil pedazos y la emoción que emanaba se volvió incontrolable. Era imposible estar ahí, al lado de Deftones, tocando mejor que nunca y no saltar y no distorsionar y no volverse loca (¡loca!). Y claro, eso fue lo que finalmente hice: cuando finalizaba Rocket Skates, el segundo tema de la noche, le arrojé Chino una bandera chilena con logo de Deftones que había caído, hace minutos, a mi lado. Chino la levantó y todo Espacio Broadway se descompuso en aplausos. Casi me meo en los pantalones al sentirme partícipe de un concierto de Deftones, interactuando con Chino, siendo parte de la construcción del recuerdo de la noche.

Y esto sólo fue el comienzo: sonó el primer riff de Be quiet and drive y mandé el protocolo completamente a la mierda. Me puse a saltar como enajenando repartiendo combos sin rumbo, sin destinatario, afirmándome de la tarima, de los parlantes, olvidándome de todos los problemas, de todas las mujeres, viviendo el momento con la máxima locura posible, exorcizando mil demonios que cargaba desde que vi ese video.

Y, mediante este modo de fluir junto a Deftones, en una pausa mágica y homoerótica miré a Chino directo a los ojos, grité su nombre y le enseñé la palma de mi mano para que la chocara.

Chino me miró, la chocó y yo rompí en saltos, en locura, en una alegría incontenible, en algo que es imposible de transferir mediante la prosa. Quizá lo más cercano es parir a un hijo o quizá Deftones me excita demasiado. En otras palabras: el mejor concierto de mi vida se estaba desarrollando y yo, de algún modo, era parte de él. O, al menos, estaría inmortalizado en los youtubazos que se colgarían.

Terminaré contándote que todo esto generó la ira de los fotógrafos que estaban a mi lado, en el pozo, los que me putearon con una rabia inaudita, amenazándome, empujándome, vilipendiándome. Incluso: acusándome. Acusándome como si estuviésemos de vuelta en el patio del colegio. Todo esto termina con un gorila gigante que me toma de los hombros y los comprime como si fuesen plastilina, mirándome con los ojos de un toro en celo, con la ira de un tiburón blanco encerrado en una piscina de fibra, con el veneno de una cobra Filipina con las feromónas de un centauro levantando pesas. La situación me importaba una mierda y lo enfrenté con la valentía y el aguante de cualquier fan de Deftones. Pero, claro, la hazaña solamente le puso un poco de carbón al fuego y el toro-tiburón-cobra-centauro me siguió comprimiendo los brazos y los hombros, para terminar sacándome a punta de empujones y dormilones del lugar.

Aparecí, al rato, en medio de la cancha. Deftones tocaba My Own Summer y se habría un círculo de distorsión. Me metí ahí adentro. Figuraba abrazando y golpeando a cualquiera que quisiera ser abrazado y golpeado. Me quedé ahí por un rato, extasiado. La noche seguía su curso. Cualquier cosa que pasara después iba a dar lo mismo. La había hecho.

Crónica de un fan infiltrado de fotógrafo

Por Pablo Bustamante

Mayo del ’98 o por ahí. Estoy en una plaza a la salida del colegio, cagado de frío, fumando puchos, joteando compañeras, aburriéndome. Eso hasta que un huevón cuyo nombre no recuerdo aparece y empieza a ofrecer un cd original choreado de alguna parte para comprarse pitos, una lógica harto común aquellos años. Miro el cd, dice “Around the fur” de Deftones, una banda que sólo he escuchado de nombre de algunos amigos más aggro, pero la portada me deja rayado y decido darle 2 lucas. Llego a la casa, lo escucho y acto seguido me siento atrapado.

Noviembre del 2012, cerquita del fin del mundo Deftones viene a tocar nuevamente a Chile. Y como preámbulo del fin de los tiempos, todo ha sido un desastre: a Carpenter no le llegaron sus equipos y se cambia el día y lugar del evento a una locación exageradamente lejana como la Broadway. Pero esta vez, al menos para mí algo salió distinto, algo salió bien, porque tengo mi acreditación como gráfico al show y pese al nerviosismo y la inexperiencia y el miedo y la cámara enana que me hace sentir con micropenoxia enfrente de puros negros de picos enormes y el calor y miles de factores que te gritan: «no lo hagas conchatumadre, vas derecho al ridículo«, todo se va a la mierda apenas pongo un pie en esa fosa que separa al público corriente del escenario.

Y es que la pura experiencia en sí es maravillosa. Esa sensación oligofrénica de que ya no puedes entender mucho lo que está pasando, porque más que hacer una pega estás en una posición rarísima, con el escenario enfrente y miles fanáticos enajenados por detrás, que escupen saliva cada vez que gritan y te putean y a la vez te piden que por favor les saques fotos y le entregues a la banda algún souvenir casero y al final te tratan de “maricón reculeado quebrado, métete la cagá de cámara en la raja”. Es la entropía misma, porque el corazón late a mil cuando presientes que la banda está a punto de salir a escena y el sudor te cae a los ojos y el dedo está entre listo y temblando en el disparador esperando obtener la mejor instantánea de la noche, luchando con los hombros por un buen sitio. A la vez intentando lograr la cordura suficiente para no estropearle las fotos al colega que fue a hacer su pega sin que eso le signifique eyacularse entero cuando ve salir a Sergio Vega, Carpenter, Cunningham, Delgado y finalmente Chino.

Entonces suena Diamond Eyes. Entre que sacas fotos y bates la cabeza en un ejercicio insoportablemente difícil, pero a la vez hermoso, tu mente no sabe distinguir si eres un fanático más o un fotografo amateur, o en el mejor de los casos semi-pro, retratando la noche en imágenes. Y todo cambia rapidísimo entre que Chino está saltando al lado tuyo y los acordes cambian a Rocket Skates, con un disparador que no se detiene con nada y congela en pequeñitos recuadros de decente calidad figuras de una noche que no podrás olvidar.

Las tres canciones que permite la producción para tomarles fotos al grupo pasan sopladas. Detrás, el resto de los simios está en una bacanal de demencia y saltos entregados a la música que suena mucho mejor de lo que cualquiera hubiera esperado de Espacio Broadway. Me sacan del foso y me una penita incontrolable y devastadora, pero se pasa rápido cuando te sumerges de cabeza en esa masa uniforme de fanáticos donde ya no importa ninguna cámara ni la propia integridad, sólo vuelves a pensar en el Around the fur y en el 98 y te cagas de la risa.

 

Agradecimientos: A mi editor por jugársela con la acreditación y a Busconciertos por rajarse amablemente con la vuelta a la quinta región.


 

Be quiet and drive + My Own Summer + Poltergeist

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