Por’ Luz Díaz
Partamos por decir que no soy una fanática de Wes Anderson, mejor dicho, soy todo lo contrario, lo detesto. Durante mucho tiempo, me sentí engañada por toda la pompa y esmero en el trabajo de arte, con el que Anderson, adornaba un platillo sin sabor, en el que primaba siempre la forma por sobre el contenido. Aunque parezca superficial, esto ha sido un sello que desde el comienzo, lo ha diferenciado y convertido, en uno de los directores que se pueden reconocer como creadores de real “cine de autor”.
El impecable trabajo visual de cada una de sus cintas, pero la plasticidad y falta de alma en sus personajes, me recordaba a esas tortas que hacen en programas como Ace of Cakes o cualquiera de esos realitys de pastelería. Tortas de biscocho simple que llaman la atención por su elaborado diseño, al que sin duda, le ponen más tiempo que al sabor. Muchos aman estas tortas. Son divertidas, coloridas, tienen arte, pero al probarlas pueden decepcionar. Carecen de gusto, pero nadie se da cuenta, o por su belleza, se lo perdonan.
Todo eso es cuento mio, y he llegado a creer que si tanta gente ama a el Señor Wes Anderson es por algo, algo que se me escapa, y aunque no logre aún dar con él, hay que admitir que la última entrega del director entretiene. Tiene sabor y consistencia. Es algo difícil de decir para alguien que durante muchos años, ha difamado el trabajo del bien amado cineasta.
Todo lo anterior para que se sepa, que si estoy sesgada por algo, no es por amor. No es admiración. Es sorpresa.
Basada en los textos del autor austriaco Stefan Zweig, La cinta se contextualiza en una falsa Centroeuropa y transcurre en un periodo que pareciese ser contemporáneo a una versión de la Segunda Guerra Mundial . Gustave H., encarnado graciosísimamente por Ralph Fiennes, es el conserje de el Gran Hotel Budapest durante tu apogeo. Un trabajador intachable y de modales distinguidos. Un estricto jefe con una maravillosa debilidad por las clientas: “ancianas, rubias, adineradas, inseguras y necesitadas de amor”. A ellas entrega sexo y felicidad durante desatadas noches de pasión arrugada. Es Madame D. (Tilda Swinton), su nonagenaria perdición, quien, una vez fallecida, deja en herencia un invaluable cuadro a su querido amante, Gustave H.. Su codiciosa familia, lo culpa por el asesinato de la viejita, y así comienzan las aventuras y desventuras que hilan la historia y unen a los personajes.
El eje central es simple, pero por supuesto que la historia no lo es. Una cadena de engorrosos e inverosímiles acontecimientos bellamente contados, mantiene alerta y hacen que las casi 2 horas de películas pasen volando. El humor y los protagonistas son -a Dios gracias- más oscuros que en sus anteriores entregas, y por lo tanto, el humor es más crecido que en cualquiera de sus películas. Los personajes por primera vez sangran, mueren, y vemos dejos de una maldad más o menos creíble.
Atrás quedo la inocentona y empalagosa historia de amor infantil de Moonrise Kingdom, y en general toda la robotizada y perfecta estructura mental de los protagonistas de Anderson. Casi veo color en las mejillas de los actores y les comienzo a creer los lazos afectuosos que entre ellos generaron. Logré encariñarme.
Visualmente es impecable, y no podía ser de otra forma. El director mantiene su sello, y en acompañamiento adjunta, una narrativa tan bien cuidada y veloz, que crea más de una secuencia que logra sobresalir (ojo con la de la cárcel).
Quizás nunca logre ser una devota de la iglesia Andersoniana, pero fueron 100 minutos que se agradecen. Entré pensando que iba a ver una pulcra película de zombies bonitos, y salí con la impresión de que vi a actores de verdad, interpretando personajes que sangran.
Trailer
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Publicado por Cha Giadach
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