Decidimos recorrer el norte de Chile a dedo. En la ida todo fue de maravilla, llegamos a San Pedro de Atacama. Ya de vuelta , en una gasolinera de la ciudad de Antofagasta, conocimos a Patricio, que estaba cargando diésel.
Horas después, luego de unos cuantos cientos de kilómetros, Patricio nos contaría que para ganar dinero, roba petróleo del camión que conduce. Mediante algunas maniobras al volante, logra ahorrar al menos 100 litros por cada viaje que realiza desde Santiago a Iquique. Este combustible luego lo vende en algunos puntos en la carretera que se conocen solo mediante el boca en boca de los camioneros.
Patricio Iba al sur. Tenía que llegar a Santiago lo antes posible y nosotros queríamos bajarnos en La Serena. Eran las 11 de la noche de un día viernes y el viaje venía como anillo al dedo para no tener que dormir en el Desierto de Atacama, que de noche presenta un frío de temer.
Cuando nos subimos, Patricio no paraba de hablar. Yo le comen
té a Camila, mi compañera de viaje, sobre lo energético que estaba el hombre. “Se mandó una línea de coca cuando bajó a poner petróleo”, me respondió. Yo, que no conozco mucho sobre el tema, comencé de pronto a entenderlo todo. “De acá no paro de conducir por unas cuentas horas”, nos decía el conductor, sin despegar la mirada de la carretera.
De no más de 1.60 de altura y de complexión delgada, moreno, cabello corto y barba de candado. Así era Patricio, de 52 años y diez’ hijos repartidos entre Brasil, Argentina, Paraguay y Chile. Hasta ahí, todo el viaje era una historia divertida, algo para contarle a los amigos cuando nos bajáramos del camión.
Luego comenzó una larga conversación sobre su vida mientras ganábamos kilómetros por la carretera Panamericana, que en esta zona se convierte en una monótona vía que, casi sin curvas, cruza por medio del desierto.’ ””Entonces, ¿qué hacías antes de manejar camiones?”” le pregunté.
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“Ahora decidí parar, porque antes me comportaba muy mal. Ya estoy viejo. Una vez interné una tonelada de marihuana desde Argentina y me descubrieron. Estuve como medio año en la cárcel. Pero al menos me di el gusto de poder tirarme a la hueona que tenía la mercadería. Era estupenda. Alta, rubia y con mucho dinero. Tenía un auto increíble. Era como una modelo, inalcanzable para mí”.
Silencio.
“Después salí y caí de nuevo. Destruí la casa de un tipo que había intentado abusar de mi hija. Se lo llevaron al hospital y ahí lo fui a buscar con una pistola para matarlo. Tuve la suerte de que justo estaban seis policías en una ronda de rutina. Me detuvieron antes de poder dispararle”.
Silencio.
“También movía cocaína desde el norte a Santiago. Algunas veces incluso tuve que arrancar en el camión, porque la policía me estaba persiguiendo. Además hice un robo, le disparé a un tipo en la pierna y en una moto arrancamos con su maletín, porque pensábamos que estaba cargado con mucho dinero, pero el hueón tenía solo dos millones. Ahí caí de nuevo, pero salí rápido, porque le pasé joyas de oro a una jueza. Le di mi regalo y no tuve que pasar más de tres meses en cana”.
Silencio.
Yo y mi amiga comenzamos a mirarnos. A preguntarnos, con nuestros ojos, dónde nos habíamos metido. Pero lo amigable de Patricio nos convenció de que no tenía malas intenciones.
Conforme avanzábamos en la carretera, Patricio nos aseguró que iba a vender el petróleo que ahorrara en el camino con el fin de ganar dinero suficiente para comer y pagar los peajes, ya que la plata que le había dado la empresa se la había gastado en mujeres.’ También nos contó que su jefe le había sellado todos los ductos que usaba para sacar el combustible, por lo que tenía otro método, mucho más engorroso y lento. Intentó explicarnos con palabras pero no entendimos.
Cada 50 kilómetros, Patricio paraba en restoranes con espacios enormes para estacionar. «Paradas de camionero» donde la comida es barata y abundante. Casas muchas veces solitarias en medio del desierto atendidas por personas que viven en el mismo lugar y que tienen algunos negocios extras: la compra y venta de petróleo.
A cada’ picá’ a la que llegábamos, el rito consistía en pasar hacia atrás de los establecimeintos. Ahí vimos decenas de tambores de 100 litros. Algunos llenos de petróleo. Otros vacíos. Lo cierto es que ninguno de esos patrios traseros parecía de un restorant.
A Patricio le fue mal. Pasamos por varios lugares y nuestro amigo camionero no logró vender su mercancía por dos principales razones: le pagaban muy poco por litro o no tenían más tambores para almacenar el petróleo.
“Pero nosotros te podemos prestar plata hasta que consigas vender”, ofreció Camila, al mismo tiempo que yo ponía mis manos sobre mi cabeza, lamentándome. Patricio aceptó encantado el ofrecimiento. Pidió 25 lucas con las que pagó comida y peajes.
En el único punto donde sí lo recibieron fue en la casa de una señora de alrededor de 60 años. El negocio de los compradores de petróleo es revendérselo a las mismas empresas dueñas de los camiones, a un precio menor que en el mercado. Vale decir, los mismos jefes de los camioneros terminan comprando su mismo petróleo, aunque les sale más barato que ir a una bencinera.
Patricio nos hizo saber que si queríamos el dinero de vuelta, teníamos que ayudarlo. Resignados, decidimos hacernos parte ya que si nos poníamos muy preguntones, corríamos el riesgo de quedarnos tirados en la carretera. En el desierto. Sin dinero.‘
Apenas nos bajamos del camión, Patricio comenzó a darnos instrucciones. Ahora teníamos que aplicar el complejo sistema de robo de petróleo que nos había explicado muchísimos kilómetros atrás.
Mi compañera tuvo que colocar una cubeta bajo el camión, mientras que mi labor era tomar una pistola de aire comprimido y bombearlo dentro del motor, para que el combustible se moviera por los ductos internos y rebalsara finalmente el filtro, para que así chorreara el petróleo sobre la cubeta.
Mientras aplicábamos lo aprendido, Patricio negociaba el precio y la cantidad con la dueña de casa, que nerviosa’ se paseaba de un lugar a otro, mirando hacia la carretera.’ De pronto le dijo que ya no quería más, que le pagaba lo que había sacado y que se fuera rápido. Patricio trató de convencerla, pero no tuvo suerte. Resignado recibió 10 mil pesos y ‘ tuvimos que seguir nuestro rumbo. Todavía con peajes que pagar.
Un par de horas después, ya estábamos en La Serena. Ahí intenté’ presionarlo para que buscara alguna forma de conseguir el dinero. Nos prometió que al día siguiente nos pagaría, que lo llamáramos por teléfono, que su hija le iba a depositar en su cuenta RUT.
“Miren, ¿quieren ver la nueva manopla que me compré?”
Sin esperar nuestra respuesta, sacó un fierro pintado de blanco, con dos cuernos en el medio, listos para sacarle los ojos a quien tuviera la mala fortuna de cruzarse en su camino. Luego de eso, nos despedimos y nos bajamos del camión.
Quedamos de hablar al otro día, para que nos pasara el dinero que nos debía. Claro, nunca más supimos de él y la verdad es que tampoco hicimos mucho por encontrarlo.
Publicado por Nicolás Rios
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