Ganó Donald Trump.
Su triunfo es el triunfo de las visiones holistas, de esa visión de un ideal de sociedad sin rivalidades. No se trata de una sociedad que desee abiertamente eliminar las rivalidades. A pesar de que la campaña de Trump haya sido apoyada por el Ku Klux Klan, no imagino a la oficialidad del trumpismo deseando manifiestamente que los adversarios sufran persecuciones políticas dolorosas, de esas que incluyen tortura, violaciones, relegación o exterminio.
Quisiera creer que no se trata de eso. Pero sí creo que se trata particularmente de otra idea, mucho más peligrosa. El triunfo de Trump está hecho del sueño de sus partidarios por clausurar la diversidad para sí mismos. Esas mayorías silenciosas ansían sentirse muy cohesionadas en torno a símbolos concretos de poder. Y por sentirse unidas en torno a esos ideales, deciden renunciar voluntariamente a sus singularidades con tal de encajar en un grupo social más grande, algo que los haga sentir una legión detrás de un sueño supremacista más ambicioso: making America great again.
Este ideal fue abonado, entre otras cosas, por los sitios conspiranoicos de ultraderecha. Estas páginas informativas de escasa reputación en el chequeo informativo solían bombardear con acusaciones imprecisas o difamatorias a los adversarios políticos. Esas páginas, a su vez, se alimentaban de los algoritmos de las redes sociales, las cuales encabezan las páginas de inicio de sus usuarios con las cosas a las cuales más le parecen atractivas. ¡Qué ventaja es abrir tu Facebook y solo encontrar noticias que activan tus sentimientos preconcebidos!‘ ¡Qué hermoso mundo es uno en donde se pueda creer en lo que quieras creer! ¡Aunque sea un disparate!
Y, bueno, por ahí va el triunfo de Trump.
Pero en el reverso de esa victoria, está el fracaso del progresismo.
Llamaré progresismo a todo cuanto sea adversario directo de una derecha o ultraderecha conservadoras, aunque se traten de diferentes matices ideológicos: sea el comunismo, el troskismo, la socialdemocracia, el socioliberalismo o los matices intermedios y adyacentes.
Ocuparé ese gran paraguas para explicar algo. El fracaso de ese adversario no obedece a una cuestión ideológica, sino a una cuestión de praxis. En consecuencia, no es teoría (pues no se trata de una discusión filosófica entre ellas), es actitud: es decir, es cuestión de cómo operan cada una de estas ideologías frente a su principal adversario. Una actitud que hoy castigó al Partido Demócrata, como mañana puede castigar en diferente medida tanto a la Nueva Mayoría como a los demás movimientos de izquierda en Chile.
¿Cuál es el problema de este progresismo mancomunado?
Está elitizado. Se elitizó cuando se convirtió en exhibicionismo de plumaje en las carreras de humanidades de las universidades. Se elitizó cuando se convirtió en una carrera armamentista por quién manejaba más marcos teóricos, por quién tenía la razón definitiva sobre qué corresponde a ser ‘«más de izquierda’» o ‘«mejor de izquierda’».
El progresismo se convirtió en una praxis, en una actitud, militada por hablantes de un criptolecto. Así, es muy fácil que entre por los costados un líder cuyo léxico se reduce a monosílabos y bisílabos.
Imaginen en Chile un político que no emplee más de doscientas palabras para expresarse en su discurso público y cuyos ejemplos para describir la realidad sean ridículamente concretos. Para ti, podría ser burdo; pero a personas menos educadas les hace sentido. ¿Y por qué les hace sentido? Porque las hace sentirse involucradas en una visión de sociedad, una que no las humilla por no estar al tanto de las últimas novedades, de la última actualización del catálogo de derechos civiles.
Ese progresismo se elitizó cuando dejó de interpelar a la clase obrera. Lo que es peor, acusó a la clase obrera de estar alienada por el capital. Con este prejuicio, se terminó formando el abismo en donde las personas menos educadas pasaron a ser desertoras de una emancipación proclamada por una élite intelectual. Y todo esto ocurrió en la imaginación de la élite progresista, porque su contraparte nunca se dio por enterada porque ni siquiera estaba avisada de que tenía que emanciparse porque, básicamente, estaba ocupada intentando supervivir.
Ese progresismo cometió el error de dar por sentado de que todos estaban conscientes de ser sujetos de derechos. Y que todos estaban conscientes de merecer los mismos derechos. Sin embargo, la realidad pragmática demostró lo contrario. Los derechos se ganan en la medida que se tienen privilegios: un hombre heterosexual no indígena tiene mayor seguridad a la hora de expresarse que una mujer lesbiana indígena, por poner un ejemplo torpe.
Y un privilegio que no vio el progresismo fue el capital cultural. Y sus militantes, en particular quienes nacieron en hogares de clases obreras, no se percataron de que estaban hablando diferente a sus vecinos, que se desacoplaron del lenguaje de la supervivencia en el entorno de su barrio.
Eligieron la cómoda pertenencia de sentirse hablantes de un precioso criptolecto. Y pasaron a ser los raros, los predicadores, los soberbios. En el mejor de los casos, pasaron a ser los sabios a quienes preguntarles para dónde iba la vanguardia. En el mejor de los casos, pasaron a ser una élite tecnócrata.
Esta cuestión la sintetiza el filósofo francés Didier Eribon en su hermoso ensayo Regreso a Reims (Libros del Zorzal, 2015), a partir de su propia experiencia en los años sesenta como joven de orígenes humildes, marxista y primer universitario de su familia.
‘«Aunque fui el primero de mi familia en tomar el camino ascendente, fui poco proclive [”¦] a querer comprender quiénes eran mis padres [”¦] Y, si bien era marxista, debo confesar que el marxismo al que adherí durante mis años de estudiante [”¦] quizá no [era] más que una manera de idealizar a la clase obrera, de transformarla en una entidad mítica frente a la cual la vida de mis padres me parecía extremadamente condenable. Ellos deseaban con ardor poseer todos los bienes de consumo corrientes y yo veía [en ellos] el signo [”¦] de su ”’alienación”’ social y de su ”’aburguesamiento”»».
Ese progresismo no pudo ver que las clases obreras solo ansiaban una expresión política que no las dejara solas, que no las viera como héroes decorativos de una reivindicación política ajena. Querían alguien que les ofreciera soluciones sencillas a sus problemas de supervivencia.
Esa clase obrera solo necesitaría un caudillo más avispado que se aprovechara de esos miedos cotidianos, los trenzara y formara con ellos un proyecto político lindante en lo totalitario. Puede ser terrible, puede ser aberrante, puede ser discriminador, puede ser un retroceso en las libertades civiles. Sin embargo, ese discurso le hace sentido a todo un segmento de personas marginadas de la política, marginadas por no haberse enterado de que tenía que estar dando una batalla por una emancipación imaginaria de una élite que los miraba con un heroísmo inaccesible.
Publicado por bruno
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