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Perkin, la película que nos muestra el secreto mundo de los estafetas en Santiago

Publicado por Pablo Bustamante

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Estafeta, también conocido como Junior o popularmente como Perkin: es’ la persona que se dedica a realizar encargos, trámites y enviar mensajes entre personas o entidades. En otras palabras, él o la que está para los mandados. Un posición crucial en toda organización y que aún así no es valorada como se debe.

Y este es el mundo que explora Roberto Farías en su última película, exhibida recientemente en el último Santiago Festival Internacional de Cine (Sanfic). Ese mundo en donde cientos de personas que transportan documentos se mueven, con cheques por depositar o facturas que timbrar, dejando los pies por el centro de Santiago y sus alrededores, conociendo gente, asimilando rutas, descifrando la ciudad como pocos podrían hacerlo. De ahí su importancia.

En Perkin, Sebastián Layseca es Muñeca, un chiquillo que está para los mandados, pero que se jacta de la buena relación que tiene con su patrón, a quien es capaz de aterrizarlo un poco en la realidad que viven los integrantes de menor rango de su organización. Por eso, Muñeca recibe una gratificación suculenta de parte de su jefe y decide gastarla completa con sus pares, otros perkines que viven distintas historias dentro del microuniverso que es el centro de la capital.

Acá se nos revelan los personajes que dan forma a esta sociedad secreta de estafetas, donde además del Muñeca, conocemos a su compadre el Laucha, a Bigote y Pirulato, quienes provenientes de contextos sociales diversos dan vida a este grupo que sometido por la manera brutal en que funciona el sistema, se entregan a sus deseos en una jornada de desenfreno que sienten merecer.

Es aquí donde comienza esta dualidad entre la felicidad que genera el escape de la realidad a través del trago, el amor y las drogas, versus la rabia que se vomita como un güitre bien espeso y hediondo en pequeños monólogos medio filosóficos que se van despachando los personajes y que van haciendo que te enfrentes un poco a ese pensamiento que todos tenemos cada tanto: qué sentido tiene todo esto.

El ejercicio resulta medio forzoso a ratos y quizás el empaste entre un lenguaje bien gracioso a momentos y otro bastante más intenso y viscoso en otros, no se resuelve bien. Porque en Perkin hay un caldo que mezcla muchas cosas, pero que no se define y que nunca termina de cocerse. La intención es valiosa, por supuesto, pero quizás en una película con tantos actores, obviar los contextos es pecado. Sin ir más lejos, la aparición del jalero personaje de Daniel Alcaíno o una destruidísima Berta Lasala, son momentos muy WTF, un relleno injustificable proveniente de una escena de otra película.

Pero si hay algo a destacar en Perkin, es la capacidad de Roberto Farías, su director, de adaptar la ciudad a sus necesidades y convertirla en un actor relevante más de su propuesta. Santiago se siente como un mundo decadente, como una ciudad desprovista de elegancia, violada, abusada hasta el cansancio y sin capacidad de reacción. Un mundo cuyo confort es la rabia, pero amparada en la inacción. Porque es rico quejarse sin hacer nada al respecto. Como lo hacemos todos, desde una red social o desde una conversa con amigos. Gritar la frustración, pero no hacer nada al respecto por aplacarla. Sentir que mereces otra cosa, saber que estás siendo violentado de tantas y tan diferentes formas, que simplemente quedas como un ciervo frente a los focos de un auto que está por atropellarlo: paralizado. Esa es la verdad de Perkin, lo que subyace tras los personajes y aunque es un discurso ultra repetido y que todos creemos saberlo, está bien que de tanto en tanto alguien se esfuerce por refrescarnos la memoria y hacernos ver que vivimos en un pantano inmundo que alguna vez fue hermoso. Eso se agradece.

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