Bajoneando en los barrios Franklin y Patronato, una guía culinaria.

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Texto y fotos por Nicolas Valencia M.

Hoy es jueves y son las 2 y media de la tarde. Me junto con la Marcia, una amiga brasileña con la que recorreré Franklin comiendo en los locales que tenía pensado reportear, pero al llegar a la esquina de Placer con San Diego, el barrio Franklin parece haber sido desalojado por los pacos. O al menos en comparación a lo que ocurre un sábado, esto es un desierto.

Las mueblerías están abiertas y si uno camina cerca de ellas, éstas despiden ese olor a barniz y neoprén que vergonzosamente atrae, pero a medida que uno avanza por Placer, son cada vez menos los locales abiertos. Me preocupa que adonde vayamos esté cerrado.

Al oriente, los galpones de las antigüedades y computación están completamente cerrados. Las calles vacías, más anchas que de costumbre y en silencio como todos los barrios residenciales de por acá. El Santiago de la fachada continua, sin antejardín, con piezas oscuras como bocas de túneles y abuelos que arrastran el paso camino al almacén.
Me deprimiría este escenario si mi estómago no rugiera.

La primera parada es el Lai Thai, el único local de comida thai en Franklin. Fundado por Jirawat Nantalakha, Míster Odd, un tailandés que estudió economía y administración pública, luego se fue a California a instalar un local de comida thai, se choreó y se vino al Biobío a instalar este joyita que ahora tiene sucursales arriba de Plaza Italia, pero el bacán es éste, el que compite con locales de lomitos, jugos naturales, dulces árabes y empanadas fritas. Si fuera sábado, estaría repleto y nuestra ruta habría sido un fracaso.
A la Marcia le digo que elija lo que quiera. Que compartiremos el plato porque la tarde será larga. Pedimos Matsaman Curry y llega un plato agradable a la vista: filete de vacuno, una porción de arroz, tomates cherry y papas cocidas nadando en una salsa anaranjada que cubre todo el plato: curry matsaman, leche de coco y maní.

Tomo unas fotos de rigor y en una servilleta comienzo a escribir la pauta de esta crónica. Mientras, ella me habla de su hermana mayor que recién egresada de la universidad, la invitaron a irse unos meses a la India y llegó hablando un inglés de mierda. Como Apu.

El plato es tremendo. No tiene nada que envidiarle a la competencia. La salsa al paladar es dulce, picante y salada. En ese orden van desfilando los sabores. Marcia me dice que su hermana aprendió a cocinar comida india y que los sabores dulces cortan lo picante. En la comida tailandesa ocurre lo mismo.

De Nantalakha no hay rastros, así que pagamos, me guardo la primera servilleta en mi bolsillo y alcanzamos a avanzar dos locales cuando nos encontramos con los lomitos ‘Donde María’. El único que abre de lunes a lunes todo el año, excepto el 1 de enero.

En una parrilla gigante reposan unos veinte lomitos y un trozo de cerdo tan grande que jamás se calentará en su interior. Pedimos un lomito palta mayo con una bebida.

Marcia tiene una historia con todos los locales. Ahora recuerda la vez que se dedicó a vender lomitos en su Brasil natal. Trabajó un día entero fileteando lomitos y armando sandwichs para recaudar fondos. Oye, ¿pero cuántos hiciste en un día? ¿veinte?, ¿cincuenta?. Doscientos y completamente sola. Mish.

Terminamos el lomito arrancando la carne con los caninos y chorreando palta por todas partes. El tenedor y el cuchillo son mariconadas. Terminando, saco una servilleta y comienzo a escribir unas preguntas para hacer cuando nos traigan la cuenta. La chica que nos atiende, Marcela, le deja el muerto a Valencia, el cocinero.

Valencia se niega cortésmente a responder cuántos lomitos vende un sábado común y corriente (aunque después soltará igual la cifra) y confiesa que no hay un sándwich favorito. Entonces le pregunto cuánto le dura una pieza de lomo como la que está achicharrándose sobre la parrilla. No, ésa no es una pieza. Es mucho más. Me dice que en el peor de los casos les dura unos 10 minutos. Calculo al ojo que debe pesar unos 7 kilos.

Un jueves infernal como hoy, somos tres los comensales, pero el fin de semana, se bajan todas las tabiquerías del local y unas 40 personas pueden estar atragantándose un lomito, mientras trabajan 16 personas simultáneamente, durante 20 años después de tres ampliaciones.

Así funciona ‘Donde María’. María es la suegra de Valencia.

Satisfechos y agradecidos, me despido bromeando que Valencia es mi tocayo de apellido. Sin provocación alguna, Valencia saca su carnet de identidad y me doy cuenta que es mi tocayo doble. Se apellida Valencia Valencia.

II.

Si los peruanos han sumado posiciones en la Vega Central, acá en el Biobío lo han hecho los colombianos. El más conocido es uno que corona la esquina de unos de los pasillos del verdadero persa Biobío. Los taburetes están ocupados y desde una esquina centramos la mirada en una máquina que gira mostrando sendos trozos de pizzas, tamales y papas rellenas. A un costado, entre comensales y cocineros, están a la vista todas las frutas con las que pueden hacerte un jugo.

Pedimos una papa asada con dos jugos. Uno de melancía (lo digo imitando el acento portugués de la Marcia) y otro de melón calameño. No hay asientos, así que quien nos atiende, nos instala una mesa a un costado del local, en uno de los pasillos del persa donde nos joderán unos niños que jugarán a gritos a ser dueños de una cocinería.
Mientras esperamos que lleguen los jugos y la papa rellena, la Marcia se queda mirando el cartel que cuelga a mi costado: la foto algo desenfocada de una mina tetona con un piercing en el ombligo promocionando empanadas fritas. Marcia recuerda una camioneta que pasaba por las calles paulistas con un megáfono promocionando el sushi erótico. ¿Por qué era erótico?, le pregunto. Era sushi servido en o abdômen de una mulher, me responde.

Llega la papa rellena con un tenedor enterrado en su corteza y acompañado de tomate picado y un poco de palta. Un verdadero almuerzo expreso: una bola de arroz, papa, arvejas, pollo y un huevo en el centro como una maqueta de la tierra. Todo envuelto en una masa de harina de trigo. Es una solución ideal si no tenís tiempo para almorzar, pero seco. Muy seco. Tan seco que esperamos desesperados los jugos.

Llega el tipo con una jarra de licuadora y un vaso plástico. Me sirve un poco y espera a que me lo tome rápido para llenarlo. Bebo de un sorbo el primer concho y luego al llenarlo, me pide que siga tomando porque algo queda en la licuadora. Deben ser las cuatro de la tarde y el jugo es lo mejor que nos pudo haber pasado en el día.

III.

Dejamos Franklin y nos vamos a Patronato. Al Patisserie, exactamente. Es la choreza de entrar a una pastelería con los nombres simultáneamente en español y en coreano, además que el local es bastante agradable. Pedí lo de siempre: el pastel de té verde con queso crema y luego me tuve que decidir entre Pan de Arroz o una tarta de huevo con crema pastelera. Marcia me aconsejó: el pan de arroz es más raro y la tarta se ve más rica. Ya, llevemos el pan de arroz.

Nos fuimos a sentar a una de las mesitas (porque efectivamente son pequeñas) esperando a que nos llevaran el pan de arroz, una bola café espolvoreada con cristales grandes de azúcar. El ambiente es extrañamente cosmopolita: una pastelería coreana en un barrio de inmigrantes árabes; en una mesa más allá hay tres chicas coreanas/chinas/japonesas que chismean y no sueltan sus celulares. Chillan, ríen y se susurran apoyando los codos en la mesa; la misma Marcia es una brasileña que mezcla su español con recortes de chileno perfecto (el “¿cómo estái?” le sale perfecto y ocupa el comodín “weás” paras todas los baches lingüísticos, como tú y como yo). Al frente hay una iglesia católica y al poniente una ortodoxa. En la mesa de afuera, unos viejos orientales fuman y comen un pastel, mientras un judío camina a paso lento por la vereda.

Es lo más cercano que he estado al cosmopolitismo.

Llega el pan de arroz. Marcia lo ataca elegantemente con el tenedor, pero se le hace difícil. Con la mano no más, le digo. Me da de probar. Mastico, sigo masticando y la Marcia se ríe. ¿A qué sabe? Imagínense una pelota de plástico playero. De esas con las que jugái a las paletas. No las de tenis, sino unas muy simples, apretables y que dan mucho bote. ¿Ya? Luego, imaginen que logran masticarla y adentro hay arena. Mucha arena. Imagínenlo todo dentro de su boca. Así es.

La masa es elástica, algo dura y los gruesos cristales de azúcar queda en tus labios. Incluso al lamerlos, se te hace complicado. El interior, sin saberlo de antemnao, venía relleno: una masa café arenosa y seca. Puede sonar una descripción poco justa, pero la verdad es que tiene su encanto.

El pastel de té verde con queso crema es la cumbia. Una masa dulce con forma de flor y nevada con rebanadas de almendras. En su interior, la masa es algo verdosa y se advierte el queso crema como una corona al interior del pastel. Insisto, es la cumbia.

A estas alturas, ya tengo tres servilletas y un trozo de papel que arranqué de una croquera antes de salir con el número de la Marcia. Abrí una de las servilletas y comenzó a transcribir un texto del papel mural de la pastelería. ¿Han escuchado hablar del engrish? Es un inglés deformado, una traducción al idioma de Shakespare en manos de orientales.

Les dejo esta joyita de uno de los muros de la pastelería:

I’ve learned a thing or two about lovit’s push and slxxve giving and giving in, giving upgive, give, give but nuthin’ givensin in’ is he contradictions.

Pagamos, nos fuimos a tomar un Melona en un supermercado chino. Caminamos. El sol ya no se alcanza a ver, pero sigue soleado. ¿Una cerveza?, nos preguntamos. Es raro –me dice Marcia-, el estómago siempre tiene espacio para una cerveza.

Cuánto sabe.

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